Por Juan Pablo Morales Farfán
En nuestra zona del Valle del Puangue, antiguamente nuestra madre tierra producía ricas, jugosas y refrescantes sandías, por cierto en el sector rural de Curacaví había un sinfín de sandiales, en cada uno de ellos se construía una ramada que servía de punto de venta, eso sucedía en el mismísimo sandial, donde también se protegían del sol los campesinos que almorzaban en el mismo potrero, tomando choca en un tiznado choquero; que por cierto, si la situación lo ameritaba, preparaban un buen melón con vino y/o la infaltable pilsener. Para capear el calor calzaban chacallas u ojotas, usaban pantalones arremangados a media canilla y un saco blanco harinero a la cintura y para completar la vestimenta, en la cabeza usaban la típica chupalla.
Las sandías se contaban de cien en cien, para cargar los camiones el capataz elegía una sandía grande donde se marcaba con una raya hasta cuando se cumplían las cien y así sucesivamente hasta completar el pedido.
En Los Panguiles, hacia Miraflores, en la década del 60 en ambos sentidos del camino se instalaban ramadas mirando el camino donde se ofrecían a los viajeros productos tales como: sandías, melones tuna y calameño, papas, zapallos, pancito amasado, chilenitos y mermeladas.
En el Valle existía la costumbre de comer sandía con harina tostada, también se comía sandía con una crujiente marraqueta. Las abuelas curacavinanas guardaban sandías debajo de los catres, por lo que era común comer sandía hasta más o menos el 21 de mayo, me imagino que se mantenían debido a que las casas eran de adobe.
Finalmente, en la avenida principal del pueblo también pasaban vendiendo sandías en una carretela y su característico y coloquial grito era ¡¡¡Sandilla, El sandillero!!!.