Por Mariel Norambuena

 

 

            Vivimos en una sociedad que teme a los cambios. Buscamos todo aquello que nos haga sentir seguros, porque nos tranquiliza sentir que tenemos el control de las cosas, de nuestra vida. Y ojalá que las cosas sucedan en la cronología esperada socialmente, que hoy se asemejaría a: Estudiar, viajar, obtener un buen trabajo, tener una casa y un auto, casarse, tener hijos y nietos. Eso a grandes rasgos.

 

            Pero ese control que tanto deseamos es, realmente, una ilusión. Desde que nacemos hasta nuestra muerte, estamos en constante cambio. Mutar es necesario y debiera ser una fuente de riqueza. Existen distintos niveles de transformación, tanto externos como internos. Las generaciones más jóvenes han comenzado a entender que los estereotipos e imposiciones sociales solo sirven para atormentarlos, generando expectativas y ansiedad. Es común verlos buscar mejores condiciones y desarrollo profesional; es muy raro que se queden en una empresa por décadas. Por supuesto, la complejidad del ser humano puede estar guiada por la insatisfacción, la poca tolerancia y frustración, pero ese es un tema en el que no ahondaré en esta columna.

 

            Mi invitación es a dejar el miedo y aventurarse a modificar, moldear nuestra vida, porque los cambios son un regalo, una instancia para conocerse, reflexionar, descubrir. Si nos quedamos siempre en el mismo lugar, estamos cómodos. La incomodidad no es algo negativo y puede ser un móvil para avanzar y ser más felices. Como suele ejemplificarse, la mariposa no podría ser tal sin la profunda metamorfosis que vive.