Por Mariel Norambuena
Suele decirse que leer permite conocer otros lugares, culturas, pensamientos, prismas y, en cierto modo, es verdad, porque uno se sumerge en ese mundo que el o los autores proponen. Sin duda, es una forma maravillosa de experimentar, a través de las palabras de otro, una realidad ajena.
He visto innumerables publicaciones en sitios web y redes sociales que presentan a los lectores como personas superiores, más inteligentes y elevadas. No estoy en absoluto de acuerdo con ello. Es verdad que leer puede entregar conocimiento, perspectivas, pero uno no es mejor por leer. Es una idea narcisista sobre lo que la lectura significa. Porque no hay que olvidar que es un espacio de entretención, de ocio, aún cuando se trate de algo académico, hay o debiera haber un goce en ello. Por lo tanto, me sacudo esa idea absurda intelectualoide del poder que tiene la lectura, colocando a unas personas por sobre otras.
No me considero una increíble lectora, soy dispersa, inconsistente con los libros, puedo pasar meses sin leer uno. Otras veces, me devoro tres en un mes. Y lo que sí considero como un regalo que suelo encontrar en esas maravillas palabras, esa melodía que otro compone con metáforas, hipérboles o antítesis, es el permiso de conectarse desde y hacia uno mismo. No se trata solamente de viajar a la Polonia de la Segunda Guerra Mundial, a un mundo imaginario, a culturas diferentes; todo aquello resuena en uno, provocando esa incomodidad, que algunos confunden con dolores de estómago, de la que no es posible salir inmune, y no debiéramos, porque lo hermoso, lo sublime de la literatura es eso, regresar de ese viaje con algo nuevo, con una llamita en el alma, una inquietud genuina de cambiar. ¿Qué?, te preguntarás. Eso solo se puede saber abriendo un libro y dejándose llevar.