Por Mariel Norambuena
Hace unas semanas, me tocó ir al funeral de la mamá de un amigo. No conozco a nadie que disfrute de tal instancia, pero lo que sucedió en dicha oportunidad merece ser narrado en esta columna, ya que sobrepasa todo límite de deferencia.
Estábamos presentes en el velorio familiares, amigos y conocidos, acompañando el dolor de los más cercanos, mientras cantaban canciones que conmemoraban aquellas reuniones íntimas musicales que muchos habíamos presenciados, emocionados, felices; aquella sensación que solo la música es capaz de regalar. Mientras tanto, se apreciaban fotos en vida de esa maravillosa mujer, madre, hermana, hija, esposa, amiga y compañera. Luego de unas horas, se desocupó la iglesia y fuimos invitados a la ceremonia que, en esta ocasión, no fue religiosa. Lo primero desagradable fue la apertura de la empleada del lugar. Con su traje formal y papel en mano, pronunció unas palabras aprendidas, sin ninguna inflexión ni atisbo de interés. La verdad, podrían haber puesto una grabación y sería lo mismo o, incluso, mejor. Intenté ser comprensiva, pensando que la pobre mujer había tenido un mal día, estaba cansada, la rutina, malas condiciones laborales, vaya uno a saber.
Luego, dio la palabra a quienes quisieran expresar su cariño hacia la difunta. Deben haber hablado cuatro o cinco personas, cuando ella se acerca al micrófono y señala que puede hablar la última persona. ¡Qué! Eso significaba que si otros querían expresar su pesar, tendrían que guardárselo para otra ocasión, que por cierto, no existiría. Parecía ser que debíamos desocupar el lugar para que otras familias pudieran despedir a los suyos. La señorita nos invitó a salir, quedándose solo el esposo y los hijos un momento junto al féretro. Los demás estábamos esperando que salieran, para dar el pésame y despedirnos, para expresarles nuestro amor, nuestra compasión y compañía desde el alma en aquel momento tan difícil.
Entonces, sucedió algo que acabó con lo que me quedaba de paciencia. Los trabajadores del lugar comenzaron a levantar los asientos y la señorita, siempre la señorita, se colocó en la puerta muy seria, apresurando a los que quedaban dentro para cerrar las puertas. No sé ustedes, pero esa falta de empatía y de respeto me parece inaceptable. Primero, que contraten a personas con tan poco tino. Segundo, que alguien sea tan indiferente frente al dolor ajeno. Parecía como si estuvieran cerrando el mall. Tercero, si esta persona es tan incapaz de hacer ese trabajo, no le gusta o le incomoda, búsquese otro, ojalá no de atención a público, porque tal ausencia de consideración y cortesía es inaceptable en una circunstancia así.
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