Por Luis Sagüés Garay
En esta semana los cristianos conmemoramos el sacrificio de un hombre que, siendo hijo de Dios, ofrendó su existencia, por redimirnos del pecado. El efecto que produjo su doctrina, fue tan profundo, que cambió la historia en un antes y después de Cristo.
Los preceptos morales que enseñó o difundió a todos los hombres, ya estaban en la ley mosaica entregada por Dios en el monte Sinaí a Moisés, pero su difusión y práctica, importaba solo al pueblo judío. Era una religión muy exclusiva. Jesús la popularizó la difundió y la propagó a través de sus apóstoles y seguidores a todo el orbe.
Antes de Jesús hubo varios profetas entre los judíos, pero ninguno logró lo que este consiguió en tan poco tiempo. Formó un pequeño pero poderoso grupo de seguidores, de condición tan humilde como la de él, que luego de su sacrificio en la cruz, salieron a predicar sus enseñanzas, las que, a pesar de ser tan diferentes a la moralidad de ese tiempo, impregnaron a los hombres de su saber.
Pedro y Pablo fundaron la religión católica afincada en ese momento en el centro del mundo occidental conocido. El imperio Romano, lleno de esplendor y gloria. Sumergido profundamente en el paganismo material. La persuasión del mensaje ha sido tan convincente, que, en un corto periodo de la historia, cambió la sede del imperio romano, administrado por un Cesar, en el epicentro del catolicismo difundido por un Papa. Dos mil años de la venida de Jesús, han transformado a la humanidad, y su doctrina ha impregnado hondamente el espíritu del hombre.