Luis Sagüés Garay
Que tradición más ancestral que la fiesta de la chicha de Curacaví. Se remonta a nuestro pasado mestizo, con la llegada de los españoles y la introducción de la primera cepa vitícola, que trajeron en el arzón de sus monturas los monjes Mercedarios, la primera orden religiosa que acompañó a don Pedro de Valdivia, en esta audaz aventura de conquistar estas tierras, para la corona española. Esta epopeya tuvo la virtud de introducir, junto a la civilización europea, al cristianismo, que moderó y humanizo tan difícil empresa.
La primera cepa que introdujeron estos monjes, fue ”la misión” (uva país) tenía como objetivo producir vino de misa. Ella es el origen de nuestra hoy tan espectacular viticultura, reconocida por el mundo culto, como dentro de las cinco más importantes del mundo.
La introducción de esta cepa original del mediterráneo, derivó posteriormente, en otras variedades que las necesidades enológicas demandaron.
Entre las nuevas cepas aparecieron aquellas de mesa, que se caracterizaron e impusieron definitivamente. Ellas se conocen como uvas moscatelizadas. Se caracterizan por su fragancia floral y dulzor. Estas son nuestras uvas que introducidas en el valle del Puangue aproximadamente finales del siglo XlX y comienzo del XX, han dado el sello a nuestra chicha de Curacaví. Hay varias cepas dignas de ser mencionadas: moscatel de Alejandría (uva Italia), Chasela moscatel vré, Moscatel amarilla, Pumar. Moscatel rosada, Moscatel negra, y nuestra Torontel, que caracterizó a los caldos del valle del Puangue. Y que, junto al clima, -suavemente moderado por la influencia marina- los suelos de pie de monte, y el manejo dado por el viticultor, dio un terror típico, del entorno curacavinano.
Rápidamente se difundió su calidad
La chicha artesanal de este lugar, se define por su bouquet propio, su color bayo, producto precisamente de la cepa Torontel y su embriagante grado alcohólico. El que como reza la cueca “pone los pasos lentos” cuando esta, ha alcanzado su madurez plena.
Su fabricación, muy artesanal, se realizaba en zarandas de coligues puetas sobre cubas o pequeños estanques de madera, que iban recibiendo los racimos, que los vendimiadores aportaban a esta faena. Mientras otros labradores - a pie pelado - reventaban las bayas que junto al escobajo, pulpa pepas y orujos, pasaban presionados por los pies de los zaranderos, que obligaban a este rico material, traspasar las varillas de colihue. Este mosto mudo, luego se trasvasijaba a las tinajas de greda, cerradas con tapas de madera sobre las cuales se ponía importante cantidad de barro, para sellarlas.
En grandes y muy frescas bodegas de adobes, con techumbre de tejas, se guardaba este zumo, que iba lentamente transformando su dulzor en alcohol, hasta que esta inicial lagrimilla, se convertía en chicha ” baya y curadora”. A fines de la temporada invernal, se iba sacando y transportada por recuas de mulas, comercializada en el Puerto o Santiago.
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