Por Luis Sagüés Garay
Conmemoramos en esta pasada recién semana, posiblemente el episodio más trascendente de nuestra era. El calvario, el ignominioso suceso, de la tortura de Jesús, y su crucifixión y muerte. Jesús un ser humano y Dios simultáneamente, protagonizó un acto muy poco comprendido entre los hombres de su época, incluyendo a sus propios más comprometidos seguidores, llamados posteriormente sus apóstoles.
Todos ellos tuvieron un comportamiento totalmente explicable como hombres, pero muy débil como apóstoles”. Yo no te defraudaré Señor”, exclamó Pedro.
El Dios exclamó, “antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces”.
Dios y el hombre sabían, cuál era la tremenda debilidad de los que ellos habían venido a redimir.
Este proyecto divino de la humanidad, es muy complejo, se trata de dar a un ser imperfecto por naturaleza, la posibilidad de comportarse libremente -como es la virtud divina- y al mismo tiempo, elegir conscientemente entre el bien y el mal. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, y en ese escenario, debe elegir a los mejores. Pero para que se objetivo se cumpla, tenía que darle la posibilidad de decidir libremente una opción.
Jesús venía con la misión de iluminar a los hombres, para que siguiendo sus enseñanzas rectificaran su natural proceder. Y, además, hacer de esta enseñanza, universalmente acogida por toda la humanidad.
Para esto simbólicamente, necesitaba un acto conmovedor, que estremeciera a los hombres, y los hiciera reflexionar, para que individualmente orientaran su vida de tal manera, que pudieran ser acreedores al premio de una vida eterna. O, a otro nivel de encuentro con Dios.
Todo este tremendo desafío, había que transmitirlo en muy poco tiempo. El tiempo de los humanos. Para Dios, habría sido muy fácil transformar al hombre en un ser obediente a sus pretensiones. Pero este, habría sido muy diferente a lo que él quería, cuando lo hizo a su imagen y semejanza. Un ser libre, que pueda elegir racionalmente entre el bien y mal. Y que, racionalmente elija el bien.
Que contradicción más tremenda, la de Tomás el apóstol, cuando dice “ver para creer”.
Que más podía ver Tomás. Si había visto a Jesús, caminado sobre las aguas embravecidas, del mar de Galilea. Había resucitados a Lázaro, cuando los signos de la putrefacción llenaban el ambiente del sepulcro. Había transformado el agua en vino, en los esponsales de Canaán. Había devuelto la visión al ciego, había multiplicado los panes, había repleto las redes de los pescadores, ya desmoralizados en sus múltiples empeños por llenarlas de peces. Que más pedía Tomás. No tuvo la valentía de meter sus dedos, en el aún sangrante costado de Jesús.
Un Dios entre los hombres. Un Dios que habiendo hecho a su hijo hombre, trataba a través de este, trasmitir una señal de amor, absolutamente incomprensible para el humano ser, que es el hombre.